Divulgación
La fiesta de la Vendimia: un “género local”
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Los mendocinos, niños, adolescentes, jóvenes o viejos, provengamos de raíces nativas o inmigrantes, seamos, innovadores o conservadores, versados o inexpertos, admiradores o críticos, banales o comprometidos, celebremos los ritos populares o tengamos de ellos una percepción distante y prevenida, no podemos sustraernos en el mes de febrero y los primeros días de marzo a un tema que ocupa, siempre, omnipresente, la agenda pública: la celebración de la vendimia. Con más o menos entusiasmo, estimulados por una tradición respetable, por la machacona insistencia de los medios masivos, por la expectativas de innovaciones que los artistas o los funcionarios publicitan, asistimos a un conjunto de eventos y celebraciones –que han alcanzado un despliegue notable- que convergen en la “fiesta central”, el momento de mayor intensidad de los festejos vendimiales.
Esos festejos forman parte de una tradición fuertemente arraigada en la memoriay en las costumbres; no obstante, vinculada con intereses múltiples, no pocas veces en tensión. En ocasiones, en torno a los festejos –en forma deliberada, o por un evento inesperado- irrumpen disputas, denuncias, pronunciamientos, eventos cuya significación real o simbólica vienen a recordarnos que la celebración no esfuma la diversidad y los contrastes de una sociedad compleja.
La “fiesta central”, en su prolongada trayectoria, ha pugnado por condensar múltiples representaciones: las de los gobiernos, las de los empresarios, las de los artistas, las del público. Cada una de ellas plurales. Tal vez es por esto que ese “invento local” que es la fiesta de la vendimia, constituye un género en sí mismo, que no puede caracterizarse sino por un estilo ecléctico, moderado y conciliador.
Sería en la década del ’60 cuando esta celebración alcanzaría el estatus de un espectáculo que ponía en escena el mito fundante de la identidad cuyana: la disputa entre el agua y el desierto. Por entonces, una generación memorable de poetas y músicos mendocinos se apropiaban de la creación de un espectáculo que hasta entonces se “había comprado a los porteños”.
Eduardo Hualpa, Luis Villalba, Lázaro Barenfeld, Tito Francia, Abelardo Vazquez, por nombrar tal vez los más conocidos, fundarían una estirpe.
Construirían una “arquitectura” de la fiesta: un relato que se pone en escena, que apela a la emoción identitaria en un juego en el que se alternan, encadenan, imbrican y compiten la poesía, la dramaturgia, la música y la danza.
Este diseño, que se ha mantenido fiel a sí mismo por más de cinco décadas no ha sido inmune sin embargo, a la influencia de las nuevas tecnologías y a la emergencia de nuevos lenguajes artísticos, que han sumado a las eternas polémicas sobre el relato y la retórica poética, otras nuevas, que disputan sobre las técnicas, los recursos y su eficacia para la puesta en escena.
Espectacular y emotiva
Sin embargo, y más allá de cualquier disputa, la marca indeleble de la fiesta es su alto impacto emotivo. Sustentado regularmente en un tono épico y determinado por el carácter efímero que tiene cada puesta. La fiesta es “única”, en su género y en su presentación. Tiene lugar en un escenario particular y grandioso. En el hemiciclo del Frank Romero Day se puede jugar con la tridimensión –como en el cine- y la puesta evoca la clásica escena griega de la actuación acompañada del coro.
Asimismo, cada puesta anual empieza y termina, y ya no será reproducida en otros momentos o en otras circunstancias. No es una película, un disco o una obra de teatro que puede ser reiterada y recreada al infinito.
Sucede en una noche, y aunque tenga dos o tres repeticiones los días sucesivos, la atención se concentra en el día sábado. Ése es el espectáculo que importa para la mayor parte del público, los medios, la crítica.
Al modo de un potente rito y contradiciendo esa fugacidad, la puesta de cada año reitera una secuencia de lugares comunes “inevitables”: el origen del desierto y el agua, la vid, los pueblos originarios, la gesta sanmartiniana, los inmigrantes, el trabajo del vendimiador, la invocación a la Virgen de la Carrodilla, la celebración al vino nuevo. Más o menos lineal, más o menos disruptiva esta historia constituye el sustrato conocido y popular de la fiesta, una tradición, un canon respetable y respetado. Aquello que la hace creíble y disfrutable para las expectativas estéticas de un público plural –que en cada ocasión- no reconoce diferencias sociales: en esa noche el rico y el pobre, el entendido y el inexperto, el erudito o el iletrado, el rubio y el negro se reúnen, toman vino y se emocionan.
La potencia de esos códigos consagrados se puede advertir en torno al cuadro más tradicional de la fiesta: el ruego a la Virgen de la Carrodilla. La experiencia artística recomienda que la puesta se afane por ser fiel a la versión piadosa que nutre las devociones populares. Si por caso, la jerarquía reconocida popularmente a la virgen se pone en duda, las responsables de la puesta corren el riesgo de suicidarse en público. Lo que se juega en el género no es la mirada y la perspectiva personal del artista o del equipo que la pone en escena. Por el contrario, estos deben percatarse que su trabajo consiste en reunir e interpretar la mirada de un vasto conglomerado en el que conviven valores y creencias de sujetos sociales muy diversos. El desafío es así, producir una escena en la cual el símbolo recobre el exacto valor que la tradición le atribuye. Tal vez por eso, la puesta requiere de los artistas un compromiso que sepa renunciar a sus propias inclinaciones para asumir y abordar con vuelo estético, espíritu renovador y talento recreativo, el talante tradicional. No traicionar ese canon parece ser decisivo.
Plural y diversa
Y sin embargo, se puede afirmar que las reglas, en lugar de constreñir, alientan la apertura. Si hablamos de la banda musical, debemos decir que hace mucho tiempo que ésta dejó de ser un corte y pegue de canciones conocidas para acompañar la danza. Hoy resulta un desafío a la creación equilibrada y armónicade una multitud de géneros– populares o académicos, tradicionales o contemporáneos- que se ensamblan para sostener y potenciar las emociones que la puesta requiere. Esa riqueza supone un atractivo irresistible para quien decida arriesgarse a la tarea.
En los tiempos recientes, la creciente sofisticación del espectáculo ha venido a confluir con la progresiva profesionalización de los artistas. La mayoría de los músicos hoy saben que hacer la vendimia no es hacer el propio show, sino poder reunir los talentosos de los géneros más diversos de música y ponerlos a jugar al servicio de una puesta donde la tradición conviva sabiamente con la innovación. La riqueza de lo ecléctico y lo plural se sostiene asimismo en la convicción de que, si bien la médula de la celebración consiste en ensalzar lo local, al mismo tiempo, ésta también quiere mirarse en el espejo del mundo, en una cultura que desborde los límites de la aldea para sentirse universal.
Se puede decir técnicamente que la banda sonora es una “construcción”, que como todo el espectáculo, va y vuelve entre el director general, el director musical, el coreógrafo, el director de actores. Cada escena del relato –cuadro en la jerga del género- requiere una puesta, que incluye una estética musical, un ritmo, unos efectos visuales y sonoros que se construyen articuladamente y componen una unidad.
Esta estética copia y tributa –sin duda- al cine de Leonardo Favio -maestro por excelencia- quien ha mostrado de qué manera una banda sonora sostiene y enmarca la espectacularidad y juega como eje de sincronización de un espectáculo de procedimientos reglados: la fiesta tiene también un tiempo de duración establecido que por tradición debe respetarse.
El proceso creativo de “construcción” del espectáculo comienza mucho antes de la fiesta y “estalla” como secuela de los otros festejos. Las celebraciones previas -Bendición de los Frutos, la Vía Blanca y el Carrusel- reúnen variablemente de 150 a 200 mil personas, que al momento de asistir se compenetran y reviven la tradición con un entusiasmo irreconocible en otros momentos del año. En esos días el calor de la celebración adquiere su máxima pregnancia. Es entonces cuando el mito identitario se refuerza: la celebración urge a cada mendocino sentirse cuyano y vendimiador.
La noche del sábado la tensión emotiva llega a su pico. El marco imponente del teatro griego colmado, la canastita de uva que ofertan los acomodadores, las barras que alientan las reinas departamentales, el ingreso de contingentes de turistas extranjeros que vienen a rendir culto a la celebración, disponen y encienden las expectativas del público que corresponde a los artistas administrar, recurriendo a motivos híbridos de consagración masiva, o a un repertorio de mayor linaje en el cancionero popular o de la música universal. Ambas apelaciones resultan válidas y encuentran casi siempre la aprobación del público. Otras quizás, serán las opiniones de la crítica en los diarios del domingo.
Una trayectoria que no se detiene
A lo largo de sus más de 80 años la celebración vendimial se ha expandido y multiplicado. Hoy supone un nivel de profesionalización y especialización que requiere de una multitud y variedad de equipos que producen recursos sofisticados, una inversión importante y una administración compleja. La consecuente y constante jerarquización de las celebraciones departamentalesque abren la secuela de festejos, ha disparado el desarrollo de una industria del espectáculo que da trabajo no sólo a poetas, actores, músicos, cantantes, coreógrafos, bailarines y artistas plásticos, sino que requiere además de experimentados escenógrafos, iluminadores, editores de video e imagen, acompañados de equipamientos monumentales. El crecimiento plantea también dilemas varios, desde aquellos vinculados con la financiación, los costos, la infraestructura, hasta otros que disputan respecto del derrotero futuro de los festejos: resguardar las esencias locales o por el contrario permear activamente la sensibilidad local con la cultura del mundo, y la más contemporánea.
Como bien ha enseñado Clifford Geertz no podemos comprender los objetos estéticos como concatenaciones de pura forma. Estos son inseparables de la concepción de vida que los anima. El impulso estético que sostiene la celebración vendimial, se vincula con las restantes formas de la actividad social, es decir incorporado a la textura de un modo de vida particular y local.
En este sentido sería importante llamar la atención sobre una última arista. En su largo recorrido los festejos se han convertido en un circuito que convoca y articula otra multitud de eventos: grandes festivales, mega-degustaciones, visitas de personalidades importantes, asambleas de empresarios y diálogo entre el sector público y el privado.
En torno de ese circuito se ha generado no sólo un espectáculo artístico, sino un universo de sociabilidad.
La celebración vendimial está vibrando todo el tiempo entre lo artístico, lo social y lo político. Un fenómeno tan interesante como disparador de interrogantes sobre la vida y el futuro de la provincia.
Por María Teresa Brachetta. Historiadora / Claudio Brachetta. Músico.