Divulgación
Manuel Belgrano entre dos mundos (1770 – 1820)
Manuel Belgrano murió en Buenos Aires el 20 de junio de 1820. Meses antes había llegado a San Isidro, después de haber sido autorizado por el director supremo a delegar el mando del ejército del norte ante las dolencias que afectaban su salud.
Sus restos fueron sepultados sin que mediara ningún ritual fúnebre equivalente al papel que había desempeñado en el ciclo revolucionario y guerrero que había consagrado la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Naturalmente, la discreta ceremonia fúnebre no era ajena al conflictivo escenario que vivía la ciudad en la que nació, y en la que había desempeñado cargos de relieve en la burocracia virreinal, y en el esquema del poder revolucionario que lo erigió en secretario de la Junta de Mayo, y más tarde, en jefe de las fuerzas expedicionarias que conquistaron las victorias de Tucumán y Salta, y luego derrotadas en Vilcapugio y Ayohuma. A esa altura, el éxito militar del Ejército Federal frente a las fuerzas directoriales, había precipitado el desplome del “sistema de la unión”, y de sus instituciones rectoras que incluía la cuestionada constitución centralista que San Martín y los oficiales del Ejército de los Andes habían jurado en Mendoza, y que Juan G. Las Heras y sus tropas habían jurado obediencia al otro lado de la cordillera. Belgrano también había confiado en el texto constitucional emanado del Congreso Soberano que antes había declarado la independencia en Tucumán, después de haber promovido sin éxito alguno la oportunidad de “monarquizar” los territorios libres del Plata entronizando a un Inca en su cúspide, esa idea que había alimentado durante la misión diplomática que había realizado en la Europa de la restauración. Pero ningún ensayo institucional pudo detener la marea de disconformes que venían bregando sin denuedo por conciliar un esquema de poder basado en el pleno ejercicio de la soberanía de los pueblos. Ese litigio que había estructurado la tenaz y persistente guerra encarada por José Artigas contra los directoriales, y que había erigido liderazgos políticos igualmente tenaces en las provincias del Litoral, no sólo había sepultado el régimen revolucionario sino también había puesto en jaque las bases políticas de la dirigencia porteña.
En esos meses, Buenos Aires ardía casi en llamas abriendo paso a una crisis política y social de alcance inusitado en la ciudad que había acunado a la revolución, y en los pueblos de la campaña que enfrentaban asaltos y saqueos de montoneras y grupos indígenas. Al respecto, en la última carta que escribió a su amigo Celestino Liendro, le confesó: “Me he encontrado con el País en revolución”.
Nacido en 1770 en el seno de un linaje mercantil de origen ligur que había hecho enorme fortuna mediante el comercio intercolonial, el joven Manuel había cumplido con creces el mandato familiar que lo destinaba a ensayar una exitosa carrera burocrática al servicio de la Corona española. Luego de transitar las selectas aulas del Colegio Monserrat, viajó a la metrópoli imperial para estudiar leyes en la prestigiosa Universidad de Salamanca, ese memorable claustro que cobijaba la flor y nata de las oligarquías indianas, y peninsulares que lubricaban las nervaduras administrativas y jurídicas de la monarquía católica.
Ese aceitado cursus honorum lo devolvió a Buenos Aires para ejercer funciones en el Consulado, la institución creada en 1784 que prometía junto al reglamento de libre comercio (1778), y la creación del Virreinato del Rio de la Plata (1776), jerarquizar una región hasta entonces marginal de las Indias españolas para fomentar las fuentes de riqueza americana, y fortalecer las finanzas reales en vista a la acuciante competencia de imperios rivales. Las invasiones inglesas de 1806 y 1807, constituirían una experiencia singular en su trayectoria al convertirlo en capitán de milicias que consiguieron no sólo expulsar a los invasores, sino también afianzar la lealtad de la capital virreinal al Rey de España, sus leyes, y su religión.
Al igual que muchos de sus contemporáneos, la militarización porteña torcería el rumbo de su vida pública al erigirlo en referente del selecto elenco patriota que pretendió gestionar la crisis de legitimidad política abierta con las abdicaciones regias de 1808, la entronización de José Bonaparte, y el alzamiento popular que siguió a la ocupación francesa en la península. Convencido de la conveniencia de preservar la unidad americana, y radicar la autoridad en el continente (no en la metrópoli), Belgrano simpatizó con la pretensión de Carlota Joaquina de convertirse en regente ante la reclusión de su hermano, Fernando VII, y también promovió con énfasis la formación de la Junta Provisional de Gobierno que a nombre del rey cautivo optó por destituir al virrey Cisneros, y se erigió en única depositaria de la soberanía en 1810.
Ese tránsito vertiginoso por el cual Manuel Belgrano se vería exigido a abandonar el talante de letrado que su formación y experiencia profesional prometía en beneficio de la política y de las armas, modelaría el nuevo perfil que lo condujo a liderar los cuerpos armados que pretendían irradiar los preceptos de la revolución, y afianzar la autoridad del gobierno con sede en Buenos Aires en la amplísima y diversa geografía virreinal.
Ese fragoso y atribulado derrotero lo llevaría a recorrer las rutas del litoral, y a enarbolar en las riberas del Paraná el pabellón celeste y blanco que pasaría a distinguir los ejércitos patriotas de los estandartes (o banderas) que identificaban las fuerzas rivales o contrarrevolucionarias en el subcontinente. Dicho emblema se convertiría, de allí en más, en un dispositivo simbólico de enorme gravitación de las inestables provincias rioplatenses que se habían atrevido a ensayar el riesgoso proceso de tomar las riendas del poder en sus manos, y encarar la difícil empresa de construir una comunidad política independiente.
Por Beatriz Bragoni.
Fuente: Diario Los Andes