Divulgación

Antonio Di Benedetto: la lectura impostergable

El 2 de noviembre se cumplirán 93 años del nacimiento de quien es considerado el mejor escritor mendocino de todos los tiempos. Su obra sigue siendo fundamental para los nuevos lectores. Aquí, las razones.


El 2 de noviembre de 1922, hace 93 años, nacía Antonio Di Benedetto en Mendoza. Hoy su nombre resuena mucho: la Semana de las Letras de Godoy Cruz lo tuvo, este año, como objeto de homenaje; la editorial de la Universidad Nacional de Cuyo (Ediunc) ha sacado recientemente una edición gratuita y muy cuidada de “Zama”, su novela más reconocida, y Lucrecia Martel acaba de terminar el rodaje de la versión cinematográfica de esa misma obra. Pero, ¿quién fue Antonio? ¿Por qué o para qué recordarlo?

La propuesta es esta, justamente: pensar las razones por las cuales hoy leemos a Di Benedetto. Algunas posibles respuestas (hay muchas más que las aquí planteadas) toman la forma de afirmaciones que a primera vista pueden parecen imposibles, pero que resumen un modo de ser escritor, y también una manera de acceder a su lectura.

Porque estamos frente a un autor que, por tan cercano, creemos conocer bien, y que sin embargo muchas veces se escabulle, nos esquiva y nos deja perplejos; un escritor al cual, inevitablemente, hemos de volver varias veces a lo largo de  nuestra vida.

Repetimos entonces: ¿por qué leer a Antonio Di Benedetto?

 

 

1. Porque es mendocino y es universal

Incontables veces se ha hecho referencia al lugar de nacimiento del escritor, a su infancia en Bermejo, a su trabajo en el diario Los Andes, a su encarcelamiento en el Liceo General Espejo, etc. La cuestión que se plantea es si acaso, por el hecho de ser brote del terruño propio, debemos tomarlo y enarbolarlo como estandarte de la literatura mendocina. Sí y no.

Es válido recordarlo porque nació en Mendoza, pero también, y sobre todo, porque fue un escritor excepcional, profundamente original y, en muchos aspectos, un adelantado para su época.

En su obra está la geografía natal, por supuesto (la cordillera, San Rafael, la ciudad), con sus costumbres y rasgos característicos (la siesta, los temblores, el ferrocarril, el zonda). Sin embargo, hasta en sus cuentos de corte más regionalista el trasfondo de sus personajes y sus historias va siempre más allá de la anécdota cotidiana y de la circunstancia particular, para hablarnos del ser humano, de la relación de éste con la vida y con la muerte, con su destino, con los otros.

El mismo Antonio expresa estos afanes en una entrevista que le hizo el crítico alemán Günter Lorenz: “Digo, pues, que las figuras de mis novelas y mis cuentos son: personas de mi contorno, yo mismo, y las criaturas imaginadas e imaginables por esas personas o por mí; pero que, como poseen atributos y pasan conflictos que pueden darse en hombres y mujeres del mundo infinito, quizás logren cumplir la aspiración de universalidad que declaro y confieso para los seres de mis libros (…)”.

 

2. Porque muta y se perpetúa en cada obra

Antes de abrir un libro de García Márquez o de Borges, por dar sólo un par de ejemplos, un lector medianamente informado puede llegar a intuir, al menos a grandes rasgos, algo de aquello con lo que va a encontrarse cuando comience a leer. Con Di Benedetto no ocurre lo mismo: tomar una obra suya es ignorar lo que se tiene entre las manos hasta tanto nos aboquemos a su lectura.

En la misma entrevista de Lorenz, Di Benedetto había dicho: “La literatura […] debe cambiar ante todo. Y luego yo también debo cambiar de libro en libro”. Esta frase resume su modus operandi a la hora de escribir, ya que un somero recorrido por su obra nos señala una gran capacidad para mutar, para ser el mismo y ser distinto en cada uno de sus textos.

Sus numerosas colecciones de cuentos –“Mundo animal” (1953), “Grot” (1957), “Declinación y Ángel” (1958), “El cariño de los tontos” (1961), “Absurdos” (1978), “Cuentos del exilio” (1983)– ponen de manifiesto el amplio abanico temático y genérico del que es capaz Di Benedetto: en ellos hallamos relatos fantásticos, policiales, de ciencia ficción, fantasías alegóricas, narraciones realistas, picarescas y regionalistas, cuentos de clara construcción cinematográfica, y hasta microficciones, tan de moda estas últimas en la actualidad.

Sus novelas también lo confirman como uno de los grandes narradores del siglo pasado. “El pentágono” (1955), más tarde reeditado con el título de Annabella, y con el subtítulo de “Novela en forma de cuentos”, es una obra experimental que habla del amor y del engaño con una arquitectura novedosa y una escritura en la que se confunden lo real, las fantasías y los sueños.

En 1956 aparece Zama, la obra cumbre que le otorgaría el reconocimiento temprano pero definitivo, especialmente en el exterior. En la década del sesenta publica dos novelas, “El silenciero” (1964) y “Los suicidas” (1969), las cuales, junto con “Zama”, conforman una particular y deslumbrante trilogía existencial que pone a la condición humana con sus conflictos fundamentales –el amor, la muerte, la creación– en el centro de la trama. Su última novela, “Sombras, nada más…” (1985), combina episodios autobiográficos y de ficción, relatados bajo el manto encubridor de los sueños.

Esta amplia producción, heterogénea y siempre cambiante, posee no obstante dos hilos comunes que atraviesan toda la trama de su escritura: por un lado, la preferencia exclusiva por la prosa, que destella además un estilo propio y singular. Y por el otro, una tendencia a ciertos temas que se repiten, con diversas modulaciones, a lo largo de toda su obra: la muerte (natural, trágica, prematura, suicidio, homicidio, mutilación); la culpa y el castigo o redención; los animales y su relación con el mundo del hombre; el deseo y los afectos; la incomunicación y el desencuentro de las vidas humanas; los sueños y su relación con lo real; la angustia y el absurdo de la existencia.

 

3. Porque no fue ni un escritor maldito ni una estrella del boom

La mayoría de los críticos se ha aferrado a aquella imagen romántica de Di Benedetto como escritor marginal, desconocido por los lectores argentinos y por la crítica, que en un rincón de una provincia lejana al pie de los Andes se aboca obsesivamente a una escritura pulida y lacónica. Quizás esta imagen haya resultado atractiva como antagonista necesaria de aquella del escritor rioplatense, extrovertido, nunca ausente en los eventos culturales de carácter nacional e internacional, y cuya palabra era siempre requerida y esperada por un amplio público.

Sin embargo, hay que recordar que Di Benedetto fue un escritor premiado desde su primer libro (“Mundo animal”); que siendo muy joven escribió “Zama”, novela reconocida por la crítica y traducida a otros idiomas con bastante presteza; que ya en la década del 50 era invitado por el mismo Borges a Buenos Aires a dar conferencias sobre literatura; que era un importante periodista de los medios gráficos y un jurado de cine calificado.

Es cierto que mientras pudo (es decir, hasta que tuvo que exiliarse por el régimen militar) vivió y escribió en Mendoza. Como dice Rodolfo Braceli en una entrevista al autor, “modificó el metabolismo de la cultura argentina” con aquella prescindencia de Buenos Aires. Esta decisión habría de mantenerlo alejado de las pasajeras modas citadinas y de las distracciones de las grandes urbes, por las que siempre sintió un verdadero rechazo.

Es que Di Benedetto consideraba que la ausencia de silencio y de calma constituían un obstáculo que dificultaba la escritura y que podía llevar, incluso, a la imposibilidad total de la misma, como pone de manifiesto el personaje de “El silenciero”.

Contemporáneo del llamado boom de la literatura latinoamericana pero sin ser jamás uno de sus “escritores-estrella”, se mantuvo al tanto de las novedades de la época y en sintonía con las tendencias del momento (el existencialismo, la nueva novela, el objetivismo, el conductismo, la cinematografía, el psicoanálisis), pero siempre en la tangente, sin dejar que le pusieran rótulos o lo consideraran seguidor de tal o cual “ismo”.

De aquí, probablemente, su frecuente consideración de escritor marginal, que quizás le calce bien en tanto siempre escribió lo que quiso, de la manera que quiso, cambiando en cada libro y, a la vez, fortaleciendo un estilo sumamente personal y exquisito.

 

4. Porque nos habla del silencio en el silencio

“Prefiero la noche, prefiero el silencio”, dice Antonio en una brevísima autobiografía escrita cierta vez. Estas inclinaciones, especialmente la segunda, se ven reflejadas en su literatura, en esa prosa concisa, cuidada, descarnada hasta la médula, cuya cadencia parece ir punteando, como un marcapasos, los latidos de una escritura a la vez anhelante y meditativa.

Di Benedetto parece haberse dado cuenta, ya desde sus primeros libros, que la prosa no es elocuente por la abundancia, sino que por el contrario, es mediante un aprovechamiento máximo de cada palabra que puede transmitirse mejor lo que se quiere decir. Tenía una obsesión por lo que él llamaba “la pureza”, y esto también parece manifestarse en esa escritura precisamente “depurada”, a la que se le ha quitado todo ornamento que pudiese enturbiar su significado, volverlo menos prístino.

Por este último punto, especialmente, hay que leer a Antonio Di Benedetto: porque en el mundo acelerado de hoy en día, en el que lo que no es rápido, inmediato, “exprés”, es de antemano rechazado; en esta época de verborragia política y mediática constante; es justamente hoy que leerlo se vuelve fundamental, y también arduo.

No es que sea un escritor difícil, pero sí de lenta digestión: sus párrafos no pueden leerse a bocanadas, sino con una respiración pausada que siga el propio ritmo cadencioso de la escritura. Hay que acechar cada palabra con la sospecha de todo lo que esconde, y hurgar en la frase sus silencios, sus pausas, el insistente punto y aparte. Porque en medio de tanto silencio, cuando el escritor habla, lo hace en serio.

En este tiempo sin tiempo, leer a Di Benedetto se vuelve una tarea impostergable.

Por Sofía Criach – Becaria Doctoral CONICET para Diario Los Andes

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