Divulgación
De vides y de libros
Antonio Di Benedetto pone en juego en sus textos distintos aspectos que hacen a la identidad del mendocino en relación con la viña.
En las primeras décadas del siglo XX, especialmente alrededor del primer centenario, en Mendoza se vivía un intenso y original desarrollo de los distintos ámbitos de la cultura que se iría consolidando con el correr de los años. La mayoría de aquellas manifestaciones intelectuales y artísticas tenían, en líneas generales, un cariz regionalista que buscaba reconstruir los paisajes, costumbres, ambientes, mitos, de los territorios cuyanos. Este regionalismo fue un movimiento amplio que abarcó las artes plásticas, la música, el folclore, la historiografía, la educación y, por supuesto, la literatura.
Por esos mismos años la provincia, que desde sus orígenes había cultivado la vid, orientaba definitivamente una parte de su economía hacia la industria del vino, promovida por la ola inmigratoria, la sustitución de importaciones y luego, la institucionalización de los festejos vendimiales, que se transformaron en un acontecimiento fundamental de la cultura mendocina. A principios de los cuarenta ya existía una burguesía vitivinícola consolidada y bastante poderosa que habría de interesarse en algunos aspectos del mundo artístico.
Un caso ejemplar es el de Film Andes, el primer –y único– estudio cinematográfico de gran magnitud que tuvo Mendoza (1944-1960), y que fue fundado por empresarios provenientes en su mayoría del sector bodeguero.
Esta relación entre la vid, su cosecha, sus frutos, y la vida cultural mendocina, habría de tener su eco en la literatura de la región que, como dijimos, se interesaba vivamente en las peculiaridades del terruño. Quizás sea la poesía la que mejor refleja este vínculo, especialmente en lo que se refiere a la exaltación de los frutos y los esfuerzos del trabajador viñatero: lo vemos –y escuchamos– en nuestro cancionero popular. También, vinculada al amor en versos como los siguientes, de Ricardo Tudela: “Oh amor de álamos y viñas / canto de acequia y racimo / te veo cuando me besas / bajo el saucedal vecino” (“Canción cuyana”, de El labrador de los sueños, 1969). O al vino, en estos de Manuela Mur: “Los racimos se desgranan / fermentan los alcoholes / y emborrachan / a nuestros catadores” (“La tierra, la vida”, de Feliz morada, 1982)
Pero ¿qué sucede con los prosistas? ¿Refleja la narrativa mendocina esta cultura de la vid?
Aquí nos interesamos por Antonio Di Benedetto, considerado el máximo escritorde nuestra provincia. Los zanjones, los álamos, las montañas, el desierto, el Zonda, aparecen a través de sus páginas como testimonio del paisaje típico de estas regiones. No falta, por supuesto, la vid. Él mismo reconoce su ascendencia de vitivinicultor siciliano en sus manos toscas, típicas del trabajador de la tierra.
En su último libro de narrativa breve, Cuentos del exilio (1983), entre textos alejados de estos lares en configuración espacial y temática, aparece sin embargo un cuento (titulado “El lugar del malo”) que se abre con una típica postalmendocina: “Sobremesa familiar, al resguardo del parral que cierra el paso a las furias del sol de verano sin privar a un aire suave de filtrar ráfagas de alivio, a expensas del aleo de las hojas de vid que forman ese techo de donde empiezan a descolgarse los primeros racimos de uvas”. El almuerzo a la sombra de una parra, en un patio, una galería o un jardín, es una escena en la que más de un mendocino se puede reconocer fácilmente, sobre todo los mayores.
Sin embargo, Di Benedetto siempre fue poco afecto a las idealizaciones y las ilusiones inútiles, y en esta línea, parece haber preferido mostrar también el lado más opaco de la historia. Así, en el extenso relato “El cariño de los tontos” (1961), se descubre a lo largo de la trama la problemática que hay detrás de la industria del vino. Véase por ejemplo la tragicómica escena en la que dos personajes del cuento están comiendo uva ajena, tranquilamente sentados en una hilera, cuando aparece el contratista. Éste, al verlos, decide pasar de largo sin decir nada, pensando con resignación: “Para lo que vale la uva”. Más adelante otro personaje, un veterinario, decide instalar un criadero de gallinas. Los campesinos comentan entonces cuán rico se hará con ese negocio, a diferencia de ellos, pobres vitivinicultores: “En cambio, nosotros, con la viña, ya ve”.
Estas escenas ponen en evidencia que el precio bajo de la uva, lo poco que se les paga a los productores, es una problemática de larga data.
El relato muestra, también, los vaivenes de la industria vitivinícola causados por diversos conflictos históricos. La trama ficcional se desarrolla entre 1929 y 1930; esos años, enmarcados por la Gran Depresión de la economía a nivel mundial, señalan el comienzo de una de las grandes crisis que sufrió la vitivinicultura en nuestra provincia. Ésta acarrearía, entre otras cosas, la intervención del Estado, que ordenó la eliminación de grandes superficies de viñedos (sobre todo de cepas criollas) para reducir los excedentes de producción que había provocado la fuerte caída de la demanda. Así, los campesinos dibenedettianos de fines de los años veinte presienten el fin de la tarea vitivinícola tal como ellos la han conocido hasta ese momento:
“No ven. Piensan en lo que han visto y callan. Grandes tumbas, en los callejones, para la uva a medio madurar. Piensan en lo que verán, que dicen que ha de verse: las viñas arrancadas y el vino por las acequias.
“Sobra, dicen.
- “Hablan de la uva, del vino, sin mencionarlos. Hablan del gobierno, sin nombrarlo.
- “Hablan de una regulación estatal que no entienden, porque destruye lo que ellos han construido, lo que sus padres o sus abuelos plantaron.
- “Sobra, dicen.
- “Dicen.”
- (“El cariño de los tontos”)
- Del lado opuesto al de los campesinos, Di Benedetto muestra a quienes se beneficiaron con aquella crisis: los políticos enriquecidos, que compraron grandes extensiones de tierra para sus emprendimientos comerciales, para “meter cuchilla al suelo que empezaba a ralear de viñedos en Luján y en Maipú”, mientras que “pequeñas viñas que se dilataban detrás de una casa de familia, comenzaban a quedar apretadas entre la edificación de los pueblos”. También en el cuento se señala cómo los pequeños viticultores, resignados, vendían sus terrenos a precio vil y emigraban a la ciudad en busca de trabajo.
Existe otro asunto muy importante de la actividad vitivinícola, por ser componente necesario de toda labor agraria: el del agua. Dos cuentos de Di Benedetto están ambientados en un espacio que podemos reconocer como las Lagunas de Guanacache, hoy Lagunas del Rosario: “Pez” y “Aballay”. En el primero, Lumila, una mujer inválida y humilde, piensa desde su cama en el rancho que habita: tierra seca e infértil, cubierta de conchillas de moluscos porque antes había agua, “grande como el mar”. En el segundo –historia del gaucho que pena sus culpas montado en su caballo–, se hace referencia a los “laguneros”, las capillas y las fiestas de la Virgen, sumidos todos en una atmósfera de pobreza y desamparo. Ambos cuentos, con sutileza, ponen sobre la mesa un nudo incómodo de la trama histórica de Mendoza: el desvío de las aguas de los ríos que alimentaban el complejo lagunar de Guanacache (habitado en parte por el pueblo huarpe que, con sus tradicionales canoas de totora, vivía principalmente de la pesca), para favorecer la actividad agraria, especialmente la vinícola, lo cual provocó el paulatino secamiento de aquellos humedales. Hoy allí sólo queda el desierto y la memoriadel agua que fue.
El mismo asunto retoma Di Benedetto en su última novela, Sombras, nada más…(1985), para mostrar una nueva arista de la cuestión: la deliberada acción de los medios de comunicación en favor de la campaña de diques y embalses que habría de beneficiar a los grandes terratenientes, al tiempo que condenaba a los laguneros a una lenta extinción: “nos han vuelto a la edad de piedra”, expresa con dolor uno de los personajes de esta obra.
Considerando a otros narradores de mediados del siglo pasado encontramos, por ejemplo, la misma problemática en la novela Donde haya Dios (1954), de Alberto Rodríguez (hijo), en la que se narra con intenso y crudo realismo la vida miserable de las otrora lagunas. Allí la sed, el hambre, el alcoholismo, los “entierraos” (niños empachados con tierra), los buitres que acechan a los vivos moribundos, aparecen como la contracara de la Mendoza de los verdes árboles, oasis de las viñedos y de los ríos de vino. Dos años antes, el escritor había mostrado en otra novela, Matar la tierra, los duros desafíos que este suelo le impuso al inmigrante deseoso de cultivar la vid. Otro escritor, el folclorólogo Juan Draghi Lucero, retoma la denuncia sobre las Lagunas y sus desamparados habitantes en la novela La cabra del plata (1978).
Como es visible, la cuestión de la vitivinicultura, fundamental en la sociedad mendocina, tuvo y tiene aún sus resonancias en las artes en general, y en la literatura en particular.
En esta última, narradores como Di Benedetto ponen en juego, ya como fondo, ya como tema, distintos aspectos que hacen a la identidad del mendocino en relación con esta industria: desde el nostálgico patio sombreado por parrales de la casa familiar o la costumbre de deambular entre hileras, a espinosas cuestiones socio-económicas, como el bajo precio de la uva y la precariedad de los productores, la corrupción política y empresaria, la pérdida de terrenos vitivinícolas ante el avance de la ciudad, o la injusta repartición del agua, el recurso más importante de todos.
Los guiones de la Fiesta de la Vendimia
Aunque pueda resultar extraño, la escritura de los guiones de la Fiesta de la Vendimia era una labor llevada a cabo por autores de Buenos Aires. Pero en 1958 esto cambió y se dio lugar, por primera vez, a los escritores mendocinos.
Los elegidos: Alberto Rodríguez (h), Abelardo Vázquez y el mismo Antonio Di Benedetto.
Sobre un libreto inicial de Alejandro del Río, los tres escritores redactaron “Todo lo que el vino trae”, guión con el cual se montaría el Acto Central ese año.
Fue Vázquez quien entró en la historia de la fiesta hasta el punto de ser considerado por muchos el padre del espectáculo vendimial tal como lo conocemos en la actualidad. No sólo escribió y dirigió, entre 1958 y 1980, trece guiones de Vendimia, sino que además incorporó elementos que hoy resultan imprescindibles para la celebración de esta fiesta de la cosecha, como el teatro griego Frank Romero Day como sede del Acto Central y de las repeticiones, el uso de los cerros aledaños como escenario y tribuna, o la incorporación de las cajas lumínicas.
En fin, fue uno de los primeros en concebir la fiesta como un espectáculo en el que debían concertarse la creación poética del guión, la música, las luces, la danza y la actuación.
Por Sofía Criach. Becaria Doctoral CONICET