Divulgación
¿Dónde están las pibas en los estudios de juventudes?
Pensar en los estudios de juventudes en el marco del 25 de noviembre, Día Internacional de la No Violencia contra las Mujeres, nos impone el desafío de revisar este campo de conocimientos con los lentes críticos de quienes deseamos fervientemente que no desaparezca ni una piba más en manos de las redes de trata, que efectivamente no haya una muerta más, que las mujeres dejemos de abortar en la clandestinidad.
Es decir, nos presenta el desafío de volver a mirar el campo de los estudios de juventudes en busca de pistas que contribuyan a decir no a las violencias contra las mujeres.
Las Ciencias Sociales cuentan con un amplio desarrollo de estudios sobre las juventudes, en especial desde la sociología. En nuestro país, el retorno democrático se presentó como un punto de inflexión para el crecimiento de los mismos y se fue configurando un universo multicolor de perspectivas y abordajes de las juventudes, generando un consenso sobre la necesidad de no hablar de la juventud en singular, como si fuera algo homogéneo, sino hablar de las juventudes –en plural–, ya que las mismas son diversas, heterogéneas y están en permanente construcción.
Si nos detenemos a revisar los estudios de juventudes atendiendo a cómo han abordado a los jóvenes y las jóvenes, encontramos que la mayoría ha desarrollado trabajados que prestan más atención a los varones, a quienes toman como modelos, invisibilizando a las mujeres. Por otro lado, cuando se las incorpora, se lo hace sobre todo en los análisis sobre salud sexual y reproductiva, ya sea embarazo, conductas sexuales o transmisión de enfermedades.
Esto ha configurado un escenario donde, por un lado, aparece lo juvenil-masculino como universal y, por el otro, se presenta a las chicas como cuerpos biologizados. A la vez, encontramos estudios particulares que abordan las maneras en que las diferencias de género y sexualidades influyen en la consolidación de diferencias (y jerarquías) entre varones y mujeres. Sin embargo, los mismos han sido formulados desde una concepción binaria de las identidades y expresiones de género. Entendemos que se debe al predominio de una asunción (tácita) del punto de vista androcéntrico como supuesto epistemológico de partida, que postula a lo masculino como molde universal, toma los géneros como algo natural desde una perspectiva binaria y no reconoce –o lo reconoce como “anormal”– lo que queda fuera de ese molde.
Si nos ponemos a pensar y reconocemos que la cotidianidad no es abordada ni vivida de igual manera por hombres y mujeres, estas perspectivas son insuficientes. Por ello, frente a esta visión hegemónica androcéntrica, en los últimos diez años se han realizado estudios sobre juventudes que cuestionan esta matriz, nutriéndose de las teorías de género, feministas y/o queer. A la luz de estos desarrollos, nos volvemos a cuestionar cómo abordar las juventudes desde una epistemología no androcéntrica. Entonces, cuando los/as cientistas sociales nos preguntamos sobre cuáles son las alternativas que los y las jóvenes reconocen como posibles en su barrio, no podemos pasar por alto que una chica diga “ser ama de casa, cuidar a mis hermanos” y un varón “jugar al fútbol, estar con los pibes en la esquina”. Es necesario no sólo dar cuenta de lo que el género y la sexualidad son en o para las juventudes, sino de lo que estas distinciones críticas producen y configuran, ya sea habilitando o constriñendo.
Despojarnos de los lentes androcéntricos para pensar los estudios de las juventudes nos permite interrogarnos sobre los discursos, las prácticas y las instituciones que producen normatividades más o menos definitorias en relación con los modos apropiados –deseables o esperables– e inapropiados de ser varones y mujeres jóvenes. Para producir con sentido crítico y no justificar y naturalizar la exclusión, la represión o la discriminación de las que son objeto muchas jóvenes, para hacernos cargo de nuestra responsabilidad política y no volver a callar a las mujeres jóvenes, no volver a estigmatizarlas, no volver a invisibilizarlas. No volver a violentarlas en nuestros discursos.
Por Victoria Seca – Becaria doctoral CONICET