Divulgación

La primera grieta argentina

Maldita costumbre: olvidar al "pueblo".


La única manera de que nos interese la historia es que seamos capaces de ver su incidencia en nuestra vida presente. Es difícil que llegue a preocuparnos la verdad de lo ocurrido hace varios siglos, salvo que nos percatemos de que, de hacerlo, estaríamos a un tiempo arrojando luz sobre lo que nos ocurre ahora. Esto es particularmente cierto respecto de la Revolución que alumbró nuestra Independencia: pensarla es no sólo pensar algo que pasó, sino algo que todavía no ha terminado.

Al indagar hoy en el significado de aquella Revolución de 1810 hay un punto que me parece digno de reflexión: el hecho de encontrar produciéndose entonces la primera grieta profunda en nuestra identidad nacional. Me refiero al enfrentamiento entre independentistas y realistas, y su emblemática consumación en el fusilamiento de Liniers y compañeros.

Ambas facciones, radicalizadas cada una en posturas opuestas, coparon lo suficiente la escena pública como para eclipsar la figura del verdadero protagonista de la revolución: el pueblo. Tanto ayer como hoy, la acción del pueblo tiende a permanecer oculta: no suele tener voz, aunque pueda tener voto. Pero siempre es el pueblo el que se levanta contra la falta de carácter de sus “conductores”, como en aquella semana de mayo de 1810. Ante la zozobra de los conductores del movimiento independentista –a saber, Saavedra, Castelli, Moreno y el resto–, el pueblo supo reaccionar a tiempo y, en palabras de Groussac, arrancar de cuajo “el carro de la revolución”, que parecía hundido en un pantano, y arrastrarlo “contra todos los obstáculos y asechanzas a su marcado y glorioso destino”.

A mi juicio, no sólo la historiografía “liberal” ha contribuido a tergiversar la concepción de “pueblo”, oscureciendo su rol decisivo en los grandes acontecimientos de la historia, sino también la historiografía marxista, al tratarlo de “clase”. Ahora bien, no hay ni hubo jamás “clases populares”. El pueblo propiamente dicho es esa corriente interna de una nación que lucha por autentificar la identidad de esta, y la cual, ciertamente, puede subsistir en cualquier clase o condición social.

Encontrar un concepto de “pueblo” que supere las limitaciones teóricas aludidas será esencial para que la Argentina se encuentre en mejores condiciones de cerrar aquella grieta abierta en 1810, la cual perjudica todavía el avance mancomunado de esta república como nación.

Naturalmente, el conflicto, la oposición partidaria y las facciones ideológicas diversas no pueden estar ausentes del progreso de un cuerpo político; pero una cosa es la discusión y otra la pelea. Si fuéramos capaces de aprender la lección de la Revolución de Mayo aquí sugerida, daríamos sin duda un paso seguro en la reparación de nuestras fracturas. ¿Cuál lección? Que, llegada la hora de la verdad, hay que dejar a un lado las vacilaciones propias de los enterados y sus mezquinas rencillas mutuas, y aprender a escuchar a cambio la voz anónima del pueblo: esa enérgica y monolítica agitación que no tiene por objeto la opresión de algún supuesto contrincante, sino siempre una mayor independencia y un mejor futuro para su libertad.

El concepto de “cuerpo político” no es traído aquí al azar. Más aún, se me ocurre imprescindible para explorar lugares lingüísticos más trillados, tales como son los de “pueblo”, “Estado” y “nación”. Usada con precaución, esto es, siendo consciente de sus límites, la metáfora del organismo social puede contribuir a esclarecer aspectos del ser de una comunidad política –virtudes, falencias, anhelos, ideales– que de otro modo permanecerían desconocidos.

Así, a la hora de hablar acerca de la normalidad de una nación, tal vez no haya mejor forma de hacerlo que teniendo a la vista la comparación entre el cuerpo natural y el cuerpo político. En What’s Wrong with the World, el pensador eduardiano G.K. Chesterton procede así (por lo demás, en él tengo principalmente puesta la mirada cuando pienso en una vía inventiva acertada en torno al “ser popular”. Lo interesante del caso es que, en nuestro país, Chesterton fue admirado y acogido tanto por pensadores más bien aristocratizantes cuanto por otros más popularistas. Así, Jorge Luis Borges y Arturo Jauretche, cada uno a su modo, supieron rendirle honor).
¿Queremos una nación normal? Reflexionemos de modo metafísico

Me interesa lo que dice Chesterton al respecto, sobre todo por la índole metafísica de su discurso. En el libro mencionado el publicista londinense pone de manifiesto que, en el ámbito natural, nunca se discute en qué consisten un cuerpo saludable y los fines cuya realización lo hacen dichoso; en otras palabras, cuál es su estado de normalidad. En el ámbito ético, en cambio, de lo que suele tenerse noticia clara es más bien de lo contrario, a saber, cuál es su estado de malestar. A pocos se les escapa cuál es la enfermedad que afecta a su cuerpo social; constantemente saltan a la vista los “abusos” (abuses) que allí tienen lugar. El remedio a dichos trastornos –los “usos” (uses)–, en cambio, suelen estar en discusión: “Toda la dificultad de nuestros problemas públicos reside en que algunos hombres aspiran a remedios que otros hombres considerarían como las peores enfermedades. Presentan como estados de salud, situaciones definitivas a las que otros llamarían sin dudar estados enfermizos”.

La razón de esta esencial controversia inherente al organismo social reside en la peculiar naturaleza de este organismo: su condición de libertad; y, como ya postulara Aristóteles, donde hay libertad, hay razón, y donde hay razón, hay oposición.

Ahora bien, una vez constatado esto, Chesterton da cuenta de la dimensión metafísica de la libertad del organismo social: junto a su esencial carácter partidario o faccioso interno, dicha libertad cobija un sentido hacia algo que no puede ser ya de carácter opuesto y múltiple, partido siquiera en dos, sino unitario y conciliador: lo opuesto no puede ser principio ni fin de la acción. En este sentido, resulta evidente que “el único modo de discutir el mal social es hacerse al mismo tiempo con el ideal social” de una nación. Este no puede ser sino uno, a menos que sea irrealizable.

En consecuencia, si el clásico adagio natura ad unum (la acción de la naturaleza se orienta en una sola dirección) se aplica en un principio al cuerpo físico o natural, apareciendo entonces la respectividad a opuestos en la instancia racional (ratio ad opposita), no obstante la direccionalidad ad unum vuelve a aparecer finalmente en instancia racional. De este modo, este ejercicio reflexivo radical acerca de la naturaleza última de la sociedad no pretende sino dar con el cuerpo político singular en su aspecto último de naturaleza no creada por el hombre; naturaleza en sentido metafísico.

En suma, así como para Chesterton hay un concepto físico de salud/enfermedad, no habiendo en relación con dichas alternativas un concepto formalmente político o social (pues en ese caso se incurriría en la trampa metafórica ya aludida), finalmente, cuando la reflexión política se descubre albergando en sí una orientación metafísica, sí que aparece entonces un concepto metafísico-político de normalidad/anomalía, análogo al natural de salud/enfermedad. Ciertamente, si toda metáfora es una analogía, no toda analogía es metafórica.

En definitiva, lo que, en buena lógica chestertoniana, agrega el parámetro metafísico a la idea de “normalidad” es el hecho de que, por encima de un vivir bien y de modo maduro, una sociedad está llamada a realizar su “ser auténtico”, es decir su ser ideal. Chesterton es capaz de ver que detrás de la metáfora del “cuerpo político” hay una idea natural de otra índole que la de las ciencias naturales o sociales, es decir, un ideal supranatural o suprafísico susceptible de ser perseguido. Dicho de otro modo, si hay un cuerpo político sano, entonces lo que hay es una nación.

Por: Santiago Argüello – Investigador Adjunto CONICET